En los años 60, Vallecas era un punto (ciego) en el mapa de un Madrid en fase de crecimiento económico. Este costado de la ciudad había acogido a gran parte del éxodo rural, en torno a un 23%, que desde la temprana posguerra se desplazó a la capital en busca de una vida mejor. Alrededor de 1950 queda anexionada a Madrid, solo sobre el papel, porque la segregación física y simbólica entre centro y periferia era bien patente. Relegados a los márgenes, los migrantes rurales se asentaron en el municipio; sin embargo debido a la ausencia de planes urbanísticos y soluciones habitacionales muchos se vieron abocados a la precariedad y autoconstrucción.
En 1957 se crea el Ministerio de Vivienda que inicia una febril actividad legislativa y un incremento espectacular de construcción de vivienda social, siempre desde una visión demagógica y paternalista para generar un apoyo popular; no en vano, ese ministerio fue la única parcela de poder que le quedaba a la Falange. Este giro en la política urbana modificaría la geografía del suburbio: los polígonos de viviendas, enormes moles de edificios construidos en eriales, con pisos de escasa calidad y altísimas densidades. Pronto se sumaría a este modelo el sector privado y por ende la especulación inmobiliaria. Los nuevos entornos urbanos se conforman por yuxtaposición de distintas tipologías edificatorias y por vacíos y carencias de infraestructuras y equipamientos. Vallecas fue paradigma de las metamorfosis urbanas que trajo consigo la migración interior y el desarrollismo, a su vez, de la emergencia de un nuevo sujeto político: el movimiento vecinal. Ante el desarraigo y la exclusión los habitantes de la periferia trazaron vínculos, estructuras de apoyo e identidades. De este modo se enfrentaron de manera colectiva al abandono de las instituciones y denunciaron el crecimiento urbano irregular y poco planificado.
Vallecas fue uno de los focos de contestación más activos que, a pesar de sus contradicciones y conflictos, consiguió cambios profundos en el espacio, en la cultura y en la política. Andrés Palomino registró primero con su Werlisa color, más tarde con una Nikormat y por último una Nikon F2 cuando ya era profesional, este proceso de cambio sostenido en el tiempo (desde 1973 a 1985). Una de sus imágenes patentiza las grandes distancias que debían recorrer los habitantes de la periferia para acceder a los límites de la ciudad; Amor junto al muro; joven pareja de la Colonia Hogares (Andrés Palomino, 1981) invoca permanentemente a la dialéctica lejanía/límite y vacío/lleno. La amplia panorámica contiene dos regiones desconectadas espacial, plástica y narrativamente. Una trinchera de escombros actúa como línea divisoria de ambos fragmentos. La franja aísla a los jóvenes amantes; apoyados en un muro, límite constructivo del barrio, se besan ajenos a la intemperie colindante:
observé la escena, que me pareció mágica: una pareja besándose no en una escena de mar, de atardecer, de jardín, no, sino del estado ruinoso por el que atravesaba el barrio.
La testera y la zanja convergen en un punto de fuga; una línea del horizonte elástica, pues en este término espacial se ahíla y en el otro se ensancha. Confín y planicie son los elementos formales del otro escenario, una especie de paisaje lunar donde los pozos ilegales se asemejan a cráteres. Ese gran descampado es la representación física de la nada: […] disolución hosca de continentes enteros, la desecación de océanos. Ya no había bosques verdes y altas montañas; lo único que existía eran millones de granos de arena, un vasto depósito de huesos y piedras convertidas en polvo. Cada grano de arena era una metáfora muerta que equivalía a la atemporalidad (Smithson, 2006:61).
Atraviesa la loma un cuerpo de mujer a punto de desaparecer en el espacio interminable de las afueras. Esa tenue presencia humana redirige la mirada hacia el paisaje átono y dilatado, abandonando a los amantes y al espacio centrífugo del barrio. Palomino establece un juego con la doble estrategia de observación a distancia y adhesión a los personajes. La nueva escena se organiza sobre el caminar de la mujer y los confines invisibles de la ciudad. Los extrarradios permanecían aislados del tejido urbano, separados por muros físico y alegóricos, fronteras administrativas e invisibles. Límites que manifiestan la desigualdad y exclusión de los estratos de población con menos recursos. «Los muros y fronteras urbanas son metáfora y realidad del no reconocimiento del derecho a la ciudad y de la disolución del espacio público como ámbito de intercambio» (Borja, 2013:106).