El asesinato del ingeniero José María Ryan, ocurrido en 1981, es uno de los episodios más estremecedores de la violencia ejercida por ETA. Fue secuestrado el 29 de enero de 1981 y durante más de un mes estuvo secuestrado por la banda terrorista. ETA puso como exigencia para su liberación la demolición de la central de Lemóniz, contestada por un amplio movimiento ecologista. La causa antinuclear fue apoyada por ETA que comenzó a atacar objetivos relacionados con la planta nuclear.
El 6 de marzo de 1981 ETA asesinó a Ryan. Su cuerpo fue hallado ese mismo día en un paraje boscoso cerca de Irún. Según la autopsia, había sido ejecutado de un disparo en la cabeza. Este asesinato marcó un punto álgido en la brutalidad de ETA y generó una condena generalizada tanto dentro como fuera de España. El asesinato destacó por su crueldad y por el hecho de que ETA rompió cualquier pretensión de limitar sus acciones a objetivos políticos o militares, al atacar a un civil sin conexión con el conflicto vasco.
La fotografía de Alfredo García Francés, recoge el hallazgo del cuerpo sin vida del ingeniero Ryan. Desde un punto de vista técnico y estético, esta obra resulta singular en múltiples aspectos. Lo primero que destaca es el encuadre inusual, que se aleja de las convenciones habituales del fotoperiodismo de la época. La composición no privilegia únicamente el cuerpo de la víctima, sino que incluye en el plano a los reporteros gráficos que documentan el suceso. Este contracampo, casi metanarrativo, es insólito y otorga a la imagen una densidad simbólica notable: los periodistas, absortos en su tarea, parecen ajenos al horror del cadáver, atrapados en su misión de registrar el acontecimiento. El contraste entre el cuerpo inerme de Ryan y la intensa actividad de los fotógrafos crea una tensión dramática que interpela al espectador.
Formalmente, se concentra la atención en los elementos fundamentales: el cuerpo, las cámaras, los gestos. Las líneas de la vegetación refuerzan la sensación de aislamiento y desolación del espacio. Además, la iluminación de los flashes, dura y directa, crea un juego de claroscuros que enfatiza la crudeza de la escena y dota de teatralidad al conjunto.
Estéticamente, el hecho de incluir el contracampo nos recuerda que esta escena, más allá de su brutalidad intrínseca, es mediada por la lente de las cámaras, subrayando el carácter construido de toda imagen fotográfica. En última instancia, el encuadre elegido por García Francés no solo documenta un hecho, sino que invita a reflexionar sobre el papel del testigo y el impacto de la imagen en la memoria colectiva.
La imagen, en su conjunto, encierra una reflexión implícita sobre el acto de mirar y ser mirado, sobre el lugar de los medios en la construcción de la historia y sobre la capacidad de la fotografía para inmortalizar tanto el acontecimiento como el acto de su propia captura. En este sentido, la imagen de García Francés es un ejemplo paradigmático de cómo el fotoperiodismo puede transcender lo narrativo para plantear cuestiones éticas y estéticas de gran calado