Libertad a medias para no ser detenidos
Pintadas de la Transición
Andrés Palomino

Lo que recuerdo de la pintada a medio hacer es que me llamó la atención el que estuviera inacabada y que aún no la hubieran tachado. El Metro era un lugar muy recurrido para hacer pintadas dada la cantidad de gente que lo transitaba, pero por la misma razón la policía estaba al acecho. No sé si el que pintaba notó algo raro o si tuvo un acompañante que le dio la alarma. Las pintadas eran muy frecuentes en Vallecas, cosa que había que hacer por la noche y en equipo. En la zona de Argüelles fotografié una pintada que exigía el derecho al aborto. Al día siguiente pasé por allí y habían tachado el texto. Es curioso ver las fotos del antes y el después.

La imagen de una pintada a medio hacer contiene alguna de las claves que permiten descifrar las formas de participación ciudadana y apropiación del espacio público durante el posfranquismo. De ejecución anónima, pero colectiva en el discurso, las pintadas consiguen visibilizar aquellas voces silenciadas por tantos años de dictadura. Entre las marcas murales la palabra destaca como síntoma de un anhelo incontenible de comunicación. El muro posee un doble régimen de visibilidad/invisibilidad. Es una frontera que oculta el espacio interior, a su vez, es una superficie urbana. Así, a la intemperie, se convierte en un suculento soporte textual, un dispositivo comunicacional de voces múltiples, anónimas.

Es en la Transición cuando este ansia comunicativa se propaga de forma sinigual. Cobró materialidad, se hizo visible y por tanto legible la necesidad de cambio entre la sociedad. La ciudad pintada, ciudad imaginaria, se traza como un dédalo léxico para la alfabetización política y el éxtasis poético. Muros con innumerables resonancias actúan como “rompeolas de la sociedad, el lenguaje, el poder y la historia” (Labrador, 2015, El franquismo contra la pared poética y ciudadanía en las pintadas de la transición española). “Los graffiti son mensajes no institucionales emitidos de espaldas al poder económico, político y social” (Juan Antonio Ramírez, ¿Arte o delito? Los graffiti entre la comisaría y la galería) y por tanto sobre ellos se cierne la amenaza de la represión. La tachadura es una fórmula de transformación “supone una acción del poder para neutralizar el contenido de un mensaje, además de un acto de definición ideológica. Las tachaduras son las pintadas del poder” (Pedro Sempere, Los muros del postfranquismo).

En la España del tardofranquismo, dentro del organigrama policial, existía la figura del censor de pintadas que desvanecían los letreros y anagramas subversivos a través de distintas técnicas. Esta acción represiva emula una suerte de silencio orgánico del franquismo. Pero por cada acto de represión se realizaban nuevas pintadas: “Escribiendo y borrando, Pintando y tachando, se instituye en las paredes la dialéctica política de la oposición contra el régimen y, en ella, el poder institucionaliza en los muros el signo de la censura” (Labrador, 2015, El franquismo contra la pared poética y ciudadanía en las pintadas de la transición española). La pintada que capta Palomino contiene un hiato, un vacío, es una intervención sin fin, dado que pende de un hilo; debió hacerse de forma apresurada. En ese enunciado sintético se inscribe la fuerza de lo prohibido, en cierto modo, son letras clandestinas enfrentadas a una estructura sistemática de borrado (la de los censores, la del franquismo fantasmal que aún pervivía en las estructuras del Estado). Es más, estas iniciativas de utilización del espacio público tienen un riesgo evidente, un coste personal. Así lo evidencia la pintada de un joven almeriense, Javier Verdejo. Solo dice “Pan y T” el resto de la frase quedó sin escribir por los disparos de la policía que acabaron con la vida de Verdejo.

libertad a medias para no ser detenidos (Andrés Palomino, 1976)