El 7 de agosto de 1979 a las 9.30h un incendio forestal, que arrancaba de manera casi simultánea en tres puntos cercanos entre sí, asolaba Lloret de Mar, conocida población de la Costa Brava. El incendio afectó a más de 1000 hectáreas de bosque mediterráneo. Se saldó con la muerte de 22 personas y todas las hipótesis apuntaron que fue muerte por asfixia: las llamas avanzaron rápidamente impulsadas por el viento sorprendiendo a tres familias entre dos fuegos. Abandonaron sus coches y “huyeron por el único punto libre: el fondo de un torrente que se convirtió en su sepultura”.
La fotografía retrata el encuentro del fotógrafo no solo con las consecuencias geográficas del suceso, sino con el dolor de la pérdida: “…a veces la desolación también va acompañada de muerte. Encontrarme con esa familia en mitad de aquel desastre fue ponerle cara a la tragedia. Luego fui aprendiendo que detrás de cada suceso había mucha tristeza” (Cano, 2008). La fotografía nos hace reflexionar sobre los dos aspectos de la tragedia distribuyendo los elementos de manera horizontal en un discreto desencuadre: de un lado, el bosque calcinado se construye a la mirada a partir de los restos carbonizados de los árboles, tiznados con un negro más intenso de lo habitual en los troncos, y del monte, pelado de cualquier forma de vida; del otro lado, y separado por la línea que define la carretera, dos mujeres en pie, de luto riguroso y con gesto de dolor, se colocan detrás de un hombre que, sentado en el perfil del cemento, reposa la cabeza en sus manos con gesto de dolor incontenible. La composición no puede ser más simbólica: la lectura, de izquierda a derecha del encuadre, nos hace transitar del dolor de la familia al interior del bosque donde, horas antes, se han encontrado las pertenencias de sus familiares fallecidos.