Jesús Miguel Haddad Blanco, director general de Instituciones Penitenciarias, moría asesinado en Madrid en el interior de su vehículo, a manos de tres hombres mientras su esposa asistía al suceso desde la ventana de su casa. El GRAPO se atribuyó el atentado: “uno de nuestros comandos ha ejecutado a Jesús Haddad Blanco, uno de los responsables directos del asesinato del joven anarquista catalán Agustín Rueda. Sirva esto de primera advertencia para todos los que torturen o asesinen a los presos políticos” (Archivo Linz, Fundación Juan March).
Cuando estamos ante fotografías que retratan la violencia en cualquiera de sus manifestaciones, la dificultad radica en determinar en qué términos se puede analizar esas fotografías. Durante la Transición se observa cómo la violencia de ETA se exhibe cada vez con mayor intensidad, superados los motivos que la mantenían oculta durante el franquismo. La realidad de los acontecimientos es expuesta con toda la carga violenta de que dispone el hecho en sí. No es el caso de esta imagen: el fotógrafo no acude al lugar de los hechos, no retrata el cuerpo violentado de la víctima, sino su reposo. Agazapado en el hospital, el fotógrafo espera paciente la llegada del cadáver y, una vez abierta la puerta del ascensor, en una fracción de segundo, reconoce el acontecimiento y lo ordena con su lenguaje fotográfico: iluminación contrastada, texturas diversas, personas colocadas en profundidad en una de las paredes de la cabina, miradas que escapan por la izquierda…, y en el centro, el cuerpo sin vida, cubierto por una sábana blanca, rebotando la escasa luz de este contrastado interior y trazando una línea central que atraviesa toda la foto. Si bien es cierto que todos los elementos estaban ahí, no es menos cierto que la fotografía los ha organizado para el observador.